La sed lo sacó del catre junto al que ocupaba su madre. Ella dormía con vestido y rebozo en una posición que a Abel se le figuraba una plasta de cera negra. Para no despertarla, el niño se movió con cuidado para evitar los rechinidos y salió descalzo del cuartucho. El aire se filtraba al interior de la casa a través de las múltiples hendiduras entre los ladrillos o láminas. Abel no dejaba de frotarse la piel sin cubrir por su camisetita sin mangas. El suelo le parecía de hielo, así que se apresuró a buscar la jarra de plástico sobre el mueble oxidado que también compartían las hornillas. La encontró vacía. Recordó entonces el vaso con agua dispuesto en la ofrenda de muertos. Cuando estaba a punto de beber, se topó con los ojos de su padre, impresos en el amarillento papel fotográfico. Torció la boca, a bisbiseos le preguntó si le convidaba. Creyó notar que la flama de la veladora se curveaba un poco hacia el retrato del policía para luego señalar al plato co...