El mes pasado, cuando aún no existía este blog, leí un artículo sobre Flannery O'Connor en Letras Libres. En síntesis, la calificaban como una extrañeza prolífica. Esa misma tarde ya había memorizado el encadenamiento correcto de las grafías de su nombre, así que fui a Gandhi a buscar algo de su creación y, sin más, encontré una antología de cuentos en $79 (pesos mexicanos, aclaro). ¿Por qué razón? Ni el chico que me atendió supo por qué la prosa de esta mujerona pertenecía a la mesa de descuentos. Sólo sonrió como si yo estuviera a punto de comprar un BMW del año a mitad de precio, hecho que me anticipó una cita agradable con la autora. Entonces pagué. Diré que la sonrisa fue apenas una migaja aliciente. Durante semanas llevé el mundo de Flannery, todo manoseado, a donde iba. En consecuencia, me ha costado diluir la intensidad de su sabor. Válgame la analogía pero la señora O'Connor, ahí como la ven, es como un tipo de chile para mexicanos. Me arriesgo a proponerla, al...