Cuerpo presente de Sergio Pitol - Cuatro comentarios

     
 
I

Cuerpo presente de Sergio Pitol es un acceso a las profundidades de la condición humana. Relatos incluidos como Los Ferri, Amelia Otero, En Familia, Semejante a los dioses, La casa del abuelo, Pequeña crónica de 1943, Cuerpo presente, mantienen conexiones entre ellos en distintos grados. Más allá de los posibles lazos anecdóticos o la disposición de los personajes, me parece relevante el modo en que se incorpora en cada texto la misma dinámica esencial: la contraposición del mundo exterior, la realidad, respecto a los mundos interiores, los secretos, las complejidades de cada individuo.

            Al configurar esta condición, el autor estila varios recursos.  

Su sello narrativo no apuesta a la horizontalidad de la historia. Pitol se vale del detenimiento, de la incorporación de imágenes y reflexiones en torno a los hechos precisos. De pronto el texto se convierte en un laberinto, una especie de sueño debido a la audacia de las descripciones: “la boca no es sólo un simple receptáculo donde cabe el alimento y se hospeda la risa, la saliva y las palabras, sino que, sin dejar de ser todo eso, logra convertirse en el arma más afinada que un ser humano pueda emplear para el abajamiento y la aniquilación de otro”.[1] Esto contribuye al valor introspectivo de los personajes.

Por otro lado, aunque no es común que el autor incorpore más de una voz narrativa (salvo En familia), el ímpetu de palabras de una misma voz crea un efecto polifónico; el cauce de las oraciones, algunas espesas, otras determinantes, se asemeja al de un habla desesperada por vaciarse, por escupir todo aquello que causa dolor, extrañeza, amor, éxtasis, añoranza, desesperanza. La densidad de los tejidos fraseológicos es muestra así de la búsqueda de la liberación, de la urgencia por darle forma, volumen, existencia, a través de la retórica, a las abstracciones del pensamiento y del corazón.

Todo esto se manifiesta a través de las variadas relaciones entre hombres y mujeres, mexicanos, cuerpos y espíritus receptores de los vientos de toda una época, como la Revolución Mexicana, o bien, de una situación particular, menos nacionalista y más humana. Por cierto, tales vientos impactan en el ámbito privado y recrudecen la expresión.

La perspectiva de Ismael sobre el contexto familiar en La casa del abuelo, por ejemplo, no es más que el recordatorio de la fuerza de millones de microcosmos moldeados con los mismos ingredientes arquetípicos, de la injerencia de las relaciones familiares en la posición íntima de cada uno de sus miembros. Sergio Pitol sugiere lo inesperado, lo oculto; dice lo disfuncional, enumera las inconsistencias dentro de la casa; expone a un niño huérfano que siente piedad hacia él, hacia los otros, abuelo, tíos, nana, influyentes en su devenir, monstruos de sí mismos.

La cara de la libertad, en otro ejemplo, correspondería a Amelia Otero, una mujer reconstruida por la mirada de otra. Ella ha estado en boca de todos por romper las pautas de una moral convenida. Le ha dado la espalda a su esposo, ha sido indiferente a las habladurías, ha desafiado las lenguas provincianas, sean adineradas o no, con su efervescencia ante el general Rubio; ha hecho algo que nadie más tiene certeza y también ha actuado como todo el mundo lo certifica: se ha adueñado de su libertad de manera paradójica, enclaustrándose en su mansión, metáfora de su cuerpo en duelo; ha cerrado las cortinas a la especulación y con eso, a la par, la ha hecho hervir. Ha seducido con su dolor a la teatralidad pueblerina, sedienta de intrigas y temores, de odios y pasiones. Amelia ha portado el estandarte de una libertad que suena a su dolor depositado al enseñar música de piano.

Es así como Sergio Pitol pone de manifiesto la condición humana. Es de este modo como advierto la contraposición del mundo exterior y los mundos interiores en sus relatos. Es temprano para hablar sobre el valor de su narrativa. La revisión de sus siguientes obras, sin embargo, contribuirá a proponer un punto de vista mejor detallado.



II


La segunda lectura de relatos me resultó más complicada pues todavía resonaban las condiciones laberínticas anteriores. Distinto a lo que esperaba, al leer Hacia Varsovia, Tía Clara, Un hilo entre los hombres, Los nombres no olvidados, La noche, seguí sus líneas anecdóticas sin mayor complicación; entonces afloraron otras complejidades. Pensé que éstas ya no pertenecen a las discusiones sobre si hay o no sentido de acontecimientos y cuál es su relevancia, sino a la destreza de Sergio Pitol al otorgarle forma, signo, palabra, a las abstracciones que los seres humanos nos enfrentamos ante los recuerdos, y más allá, cuando éstos despiertan determinada emoción. Asimismo, reflexioné que dichas formas se hilvanan con la meticulosidad necesaria, pues de otro modo, no resultaría la aparente densidad textual, yo diría, carga de posibilidades de experiencias frente al texto.

            En Un hilo entre los hombres, dos figuras (casi como en todos los relatos) soportan la fuerza del discurso. El abuelo y el nieto, Don Antonio y Gabriel, contraposición de generaciones, de lugares desde donde se percibe el mundo y la vida. La trama puede parecer sencilla, pues es el repentino encuentro que estrecha la experiencia conjunta, donde el abuelo asombra al nieto con su sabiduría y fomenta en él la rebeldía del desarrollo intelectual. Luego, a partir de un suceso supuestamente inocente, el nieto confronta la imagen del abuelo, lo cual lo obliga a desprenderse de sus atavíos fanfarrones y termina por desnudar su ser patético. Aquí lo interesante no es necesariamente abrir la discusión sobre quien de los dos tiene o no razón (o peor aún), o sobre quién hizo o no bien o mal, lo cual sólo sería entrar a terrenos filosóficos milenarios y escabrosos; más bien es replantear al margen del juicio a cada personaje: son humanos, son palabra; Pitol los dibuja con la delicadeza de asestar que nadie está exento de mostrar pretensión desde cualquier lugar, ante la soledad (un orgullo retorcido, inminente para salvaguardar la dignidad).

            Recuerdo también en Los nombres no olvidados, la reacción de Norman Cooper al escuchar nombrar Beaumont, Texas, su ciudad natal. Ese simple hecho desborda la médula de su desesperación, pues lo saca de su extraño y regular comportamiento, lo orilla a buscar un escucha, un destinatario de las secuelas de su abandono en la ratonera, el lugar de los soldados vencidos en una nación extranjera. Al exteriorizar su historia se ponen en evidencia tres tipos de horrores: los de su propia experiencia como ex prisionero de guerra en Corea, los del olvido por parte de su familia, y los devenidos por los juicios ajenos. Además, toda esta dinámica de acción-reacción se puede advertir desde la significación de los espacios: el hogar añorado, la prisión de los vencidos, la indeterminación del lugar presente y el atormentado mundo interior.

            Como último ejemplo, retomo el argumento de La noche, donde Gerardo de los Ríos por fin logra asumirse como un ser patético tras obtener la razón de su deseo, de una idealización. Sucede que el abogado imprevisible y original, como lo cataloga Isabel, su esposa, se reencuentra con Adriana, la mujer que depositó en el fondo de su corazón (¿o sus entrañas?), una cajita de Pandora en calidad de intercambio por su virginidad. No sobra decir que a dicho trueque se le suma la libertad de ambos, la de ella, de entregarse a los placeres que elige; la de él, de adjudicárselos como estocadas ponzoñosas. Y románticas, al fin y al cabo, muy dentro de sí, pues durante los años transcurridos Gerardo atavió la cajita con la esperanza de intercambiarla, esta vez, por sexo consensuado. Lo logra en Cuernavaca. Pero “la sensación de haber fornicado con la sombra de una sombra” destapa la cajita, su realidad. El protagonista ha sido constituido a partir de esos demonios interiores (tan nombrados en esta época). La trascendencia del trabajo de Pitol sigue siendo, en este sentido, inexorable de la condición humana.

            Esta lectura de nuevas historias cortas me ha permitido reflexionar que el valor de la literatura, como el de las artes, mucho deviene de su capacidad de provocar una experiencia estética. Reconozco que en los textos del autor las partículas de la provocación se encuentran en las situaciones errantes de los personajes, en las batallas humanas al momento de decidir, de desear, de actuar, de sentir. Son irremediable, quizá sin mayores propósitos que ser innegables. Así, es plausible la capacidad de Sergio Pitol de malear la oscuridad del ser humano y ofrecerla, transformada, en las sombras de la lectura en silencio. 



        III


Del encuentro nupcial me parece trascendente en varios sentidos que atañen a la creación literaria: ¿hay alguna diferencia entre obsesión e inspiración?; ¿qué hay de las recriminaciones por parte de un mundo ficticio inconcluso, indeterminado hacia su creador?; ¿qué experimenta el escritor ante la imposibilidad de precisar ideas?; ¿a qué grado el estancamiento de autor-texto se parece a un punto de no retorno en términos nupciales? Posibilidades ensayísticas en forma de relato.

            Como en muchos de los relatos de Sergio Pitol, la trama parece compleja porque se estructura en varios niveles. Al menos una relectura es obligatoria para desabotonar el aparente recubrimiento laberíntico.

El primer sesgo descriptivo de esa tercera persona del singular, personaje principal en Del encuentro nupcial, en aras de asumirse como escritor, es proyectado como paralelismo con un hombrecillo de camisa violeta que recorre Barcelona, su personaje de un cuento cuya existencia se sitúa en medio de dos mujeres, una política, la otra galante, dos posibilidades diametralmente opuestas que, sin embargo, tienden a lo mismo: el infortunio, la desesperanza, los excesos, las dudas, las añoranzas. Digo paralelismo porque las circunstancias de ambos son cinematográficas, con muchos episodios y con el olor marchito del fracaso.

El escritor se ha sometido a diferentes estados de auto cuestionamiento para sostener y desarrollar su cuento, pero siempre está latente su claudicación.

Resulta que él ha desembarcado del ship of fools en Ibiza. Apenas lo abordó, se asumió fuera de lugar. Durante el viaje experimentó la no pertenencia. Reprimió lo dionisiaco, para él, asociado con la juventud. Su comentario: eso le recuerda su carácter jocoso de tiempos universitarios. Con ese mismo sabor de boca se debate en el hotel entre extranjeros. Apático, opta por escribir a Victoria e Isabel, mujeres de su mundo, (esta última quien lo lanzó al viaje). Once días aislado de su cotidianeidad, se traducen en la oportunidad perfecta para continuar con un segundo proyecto literario, este novelístico.

En la novela hay tres personajes: la mujer que espera, el amante ausente y el amigo decorador: Josefina, Jimmy y Javier, en ese orden, todos con “J” sin propósito. El gran espacio exterior es el mar, la nada y el todo; el interior lo conforman el barco y el hotel (un barco anclado). El clima son las intrigas epistolares y de tensión, compromisos,  relaciones.

El escritor revisa notas y apuntes. Es admirable su enfoque, que casi lo ausenta del mundo real. Sin embargo sus avances no le convencen. Se han enfriado sus posibilidades simbólicas. Peor se torna el asunto cuando se hace consciente de que su tibieza al escribir ya lleva tres o cuatro años. Está estancado. Revolotean las polillas del fracaso (de nuevo), y se esfuerza por justificar su honorable labor como comentarista literario, aunque lo único que logra es reprenderse.  

Aquí hay un punto a discutir entre líneas. No son los mismos demonios que atormentan a un crítico literario que a un escritor de literatura. Si bien para ambos casos es completamente perceptible el tormento, a su papel de escritor lo envuelve un tufo patético.

Desde esa supuesta perspectiva demerita su trabajo ensayístico. El moho de Ibiza empuja su capacidad de expresión que se desvanece frente a los resultados no inmediatos. Esto abre la posibilidad de reflexionar, ¿el afán disciplinario o la ninfa de la inspiración? El escritor ni siquiera tiene una opinión al respecto. Lleva su incapacidad de precisar conceptos hasta un extremo obsesivo. Frustrado, se emborracha, termina por aceptar que su proyecto de novela está relacionado con un anhelo. La locura lo flagela.   

El destino actúa para que recuerde un preciso y relevante incidente de su vida personal, de borrachos, en casa de Victoria. Éste tiene una clara equivalencia con un hecho de su novela. Es precisamente aquí donde Sergio Pitol provoca la colisión de dos niveles narrativos de tal suerte que se alcanzan a percibir destellos de genialidad por parte de su personaje al sostener un argumento; no obstante, el propio ímpetu devela la cara de su condición humana herida, llena de cicatrices abyectas, escabrosas, voluptuosas.

El instante de resplandor es también de sombra.  

Y Pitol concluye con la fuerza de una objeción, una posibilidad, una especie de castigo a ese efecto de sentido, su personaje, a quien lo hace musitar bajo una fina lluvia que su historia ha sido muchas cosas, pero sin un final feliz.



IV


Un hilo entre los hombres, Semejante a los dioses, Una mano en la nuca, Pequeña crónica de 1943, La pantera, relatos en su mayoría compilados en Cuerpo Presente, me han permitido reconocer otras temáticas y recursos literarios recurrentes. En este comentario expongo algunas constantes, reveladoras, claro, del tratamiento de su concepto del mundo a través de las letras. 

            Para empezar, los libros, los autores, el arte de la literatura, los palimpsestos, conforman una constante en sus relatos. A veces aparecen de manera explícita, como en el caso de Un hilo entre los hombres, donde, por cierto, me da la impresión de que han sido acomodados con el mismo cuidado con que se ambientaría una atmósfera bibliotecaria. En esta trama protagonizada por la (también recurrente) fórmula abuelo-nieto, se manifiesta una cara de la intelectualidad: la de la pretensión. Así, entre el complejo discursivo se insertan títulos clásicos, filosóficos, de autores internacionales reconocidos por atreverse a romper cánones de manera ideológica. Su configuración, sin embargo, responde a la ironía del abuelo, quien presume sumarse a su vanguardia, quien los antepone para esconder su pensamiento patético. En cierto modo, Pitol muestra cómo la literatura tiene el poder de desmentir al que se jacta de ella sin asumirla ni comprenderla.

            Ahora bien, en sus textos biográficos, Pitol ha reconocido su admiración a la pluma de Borges y Faulkner. Más allá de la discusión sobre si es notable su tendencia a replicar artificios de estos autores en sus propios textos, considero relevante el modo en que honra su influencia al tomarse riesgos en el tratamiento estético. Pienso en la provocación. Todos los relatos están minados de botones que pueden desencadenar la auto reflexión del lector, de sutilezas capaces de provocar alguna experiencia estética: situaciones errantes de los personajes; batallas humanas al momento de decidir, de desear, de actuar, de sentir; confrontaciones con la oscuridad propia, presente en lo más patético de lo cotidiano, por ejemplo. Pero los detonantes no sólo se ciñen al contenido. En la forma, Sergio Pitol apela a la construcción narrativa circular, una tendencia borgiana, mediante la cual une cierre con apertura. Imagino una hebilla simbólica como la principal responsable del ajuste de sentido del relato. En Pequeña crónica de 1943 se trata de la ciudad de Córdoba, humanizada y melancólica por un lado, escenario crepuscular por el otro, la que equivale a la sensación de evanescencia del personaje principal, Ismael Lazo Rebolledo.

            Como tercera constante en la narrativa de Pitol reconozco cierta tendencia a generar movimiento en diferentes niveles. Las dinámicas de contraposición del mundo exterior, la realidad, respecto a los mundos interiores, los secretos. Esto incluye las complejas circunstancias introspectivas a las que se entregan sus personajes, sueños, reflexiones, incluso encierros, en relación a la vida social, histórica, cotidiana que tiende a parecer ajena, aunque no lo es. En La Pantera, por ejemplo, el salto temporal está determinado por el mismo motivo onírico, la fiera amenazante, cúmulo de miedos y metáfora de premoniciones. De hecho, en eso se basa todo el cuento, con la peculiaridad de manejar una larga anacronía.  

Finalmente, aunque no es común que el autor incorpore más de una voz narrativa en sus textos, el ímpetu de palabras de un mismo narrador crea un efecto polifónico; el cauce de las oraciones, algunas espesas, otras determinantes, se asemeja al de un habla desesperada por vaciarse, por emitir todo aquello que causa dolor, extrañeza, amor, éxtasis, añoranza, desesperanza. La densidad del lenguaje es muestra de una búsqueda de la liberación, de la urgencia por darle forma, volumen, existencia, a través de la retórica, a las abstracciones del pensamiento y del corazón.

Como estos, hay otros recursos y temáticas constantes, dosificados a lo largo de la obra de Sergio Pitol. Todos ellos son reflejo de su pasión por la literatura, de la trascendencia de su experiencia como viajero, de sus enfrentamientos estéticos con las artes. Leer sus textos considerando estos datos biográficos, es reconocer su enorme versatilidad en la creación literaria y el riesgo de implementar herramientas propias, creativas; es sumergirnos en las profundidades de la condición humana sin importar si el acceso es Roma, Varsovia, un tren hacia Córdoba o una casa de Coyoacán; es atestiguar el acecho de una rabiosa amenaza onírica, lo mismo la comprensión del desamor filosófico en la placidez de un escritorio burocrático.



[1] Pp. 60.




Pitol, Sergio. Cuerpo presente. Ediciones Era. México: 2006, 215 pp.


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